América Latina y el ocaso de la Politiké

La corrupción cobra con fuerza la confianza de los ciudadanos y apunta hacia el ocaso de la administración pública basada en las buenas prácticas de ética, transparencia y responsabilidad en el uso de los recursos. ¿Qué hacer para revertir la tendencia?

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América Latina parece caminar a paso firme hacia el ocaso de la Politiké, de la administración pública basada en buenas prácticas de ética, transparencia y responsabilidad  en el uso de los recursos. Se disipa y migra cada vez más del shock a la normalización de los ya recurrentes escándalos de corrupción. La forma—ya casi instaurada—que tienen nuestros países de enfrentar las crisis recientes agrava cada vez más la caída en picada de la Politiké.

Y me refiero a la Politiké, a la cosa política, cívica, a todo aquello que concierne al Estado, la Constitución y la República basada en los mas estrictos principios de transparencia y de responsabilidad pública.

La lista de países de América Latina desempeñando un papel deficiente en materia de transparencia sigue creciendo para infortunio de todos los ciudadanos que habitan o invierten en la región. Entre los 176 países evaluados por el Índice de Percepción de corrupción (IPC) de Transparencia Internacional—índice que mide el arraigo de la corrupción en una escala del 0 (muy corrupto) al 100 (muy limpio)—son varios los países de la región que están bastante debajo de la mitad de la tabla. Recordemos que el índice se basa en encuestas realizadas a personas de cada país, empresarios y especialistas de distintos ámbitos, que deben lidiar habitualmente con el servicio público.

El promedio global es de 43 puntos y el de las Américas 44 puntos. Venezuela, catalogado como el país mas corrupto de América Latina de acuerdo al índice, ocupa el lugar número 166 solo superada por un puñado de países de África y el Medio Oriente. Pero hay varios otros países latinos, con puntaje debajo de los 50, que se suman a Venezuela desempeñando un papel muy lejos del ideal: Panamá, Colombia, Argentina, Perú, Republica Dominicana, Ecuador, México y Guatemala.

Desafortunadamente, ser testigo de una sociedad en donde la política se debilita no es nuevo para América Latina. Los latinoamericanos sabemos muy bien que esperar si seguimos normalizando la corrupción como una forma de hacer administración pública. Pero nunca debió ser así.

Cuando de instituciones políticas se trata, existe una línea muy fina entre una crisis coyuntural y el ocaso profundo. Si uno presta atención, en los recientes trances institucionales que han vivido varios países latinoamericanos, es casi una constante escuchar frases que hacen alarde de las “instituciones sólidas” que tenemos y de lo bien que las mismas han sabido soportar las crisis de estos últimos años (por ejemplo, la crisis financiera de hace una década).

Las preguntas que surgen son dos: ¿Cuánto tiempo mas nuestras “sólidas” instituciones pueden soportar la actual ejecución de la Politiké como “business as usual”? y, ¿Dónde están aquellos que alerten sobre el hartazgo del ciudadano y reviertan la balanza? Parece que las discusiones hoy día se centran mas en la reparticipación de culpas y señalización de responsables que en el debate del futuro y el desarrollo de los países.

Las instituciones políticas no son gigantes sentados en grandes palacios que guardan bajo un brazo la Constitución de la República. Son ni más ni menos que la confianza acumulada de un pueblo hacia ellas. De nada servirían los palacios constitucionales si el ciudadano no le encuentra y exige sentido, legitimidad, confianza. Y es justamente esto lo que de a poco empieza a perderse. Una simple gota de agua, puede terminar quebrando una piedra, por más dura que sea si por años cae de forma continua sobre el mismo punto.

El problema central entonces es la normalización de la corrupción, de la impunidad, que poco a poco carcome la solidez de nuestras instituciones. Parece que nos regocija cada vez que las instituciones sobreviven una crisis política. Son comunes frases como “esto demuestra el buen trabajo de años que nuestro país ha pasado construyendo las instituciones que hoy tenemos”, palabras más palabras menos frente a una crisis.

Y es verdad. Pero como ciudadanos parecemos olvidar que en política, de una simple crisis se puede pasar fácilmente al ocaso. Las masas sociales no conocen de grises. Cuando se mueven, se mueven y de aquí que el ocaso institucional casi siempre llega de forma repentina.  Salvando las distancias, los cambios políticos en varios países de Medio Oriente originadas inicialmente por reclamos ciudadanos que se fueron multiplicando de forma expansiva, o las presiones sociales en Corea del Sur que terminaron con un impeachment a la presidenta debido a actos de corrupción, son solo algunos ejemplos de los efectos de una sociedad cansada hasta el hartazgo por ver corrupción e injusticia en el día a día.

Es imperativo entonces reconocer que en cada “tropezón” de un actor público, por más simple que parezca, hay un ciudadano más que se siente desilusionado de la Politiké. No con un partido, no con las ideas, sino con la política toda.

Y esto tiene un limite, incierto, pero que bien puede estallar sin previo aviso. Ya lo decía el propio Lincoln, que conoció de cerca el amor y el odio de una población: “Se podrá engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo.”

La resistencia de un pueblo rara vez es el centro de la discusión. Se lo cree un espectador que todo lo soporta. Y es así como el debate público oscila de forma casi constante entre la culpa y la victimización dejando de lado debates realmente importantes. La prioridad de  analizar cuáles son las políticas preventivas a los hechos que vemos se revierte.

Afortunadamente, existen diversos estudios—dentro y fuera de la región—que dan pistas de por dónde empezar a combatir el problema.

El trabajo empírico sobre países de bajo desarrollo realizado por Van Rijckeghem y Weder (2001) muestra que existe una correlación negativa entre el nivel de los salarios del sector público y la presencia de corrupción. Es decir, mejorar el salario de los empleos públicos (lo que puede significar reducir el número de empleados públicos) podría llegar a colaborar con reducir la corrupción del país.

Otro aspecto fundamental pasa por transparentar los gastos públicos. Collier (2007) en su libro Why the Poorest Countries Are Failing and What Can Be Done About It muestra el resultado positivo que tienen aquellos países que ofrecen mecanismos de control del presupuesto público. Un factor que puede ayudar para esto es el rol que ejerce la libertad de prensa en transparentar los procesos. Por ejemplo, en Honduras, la Iniciativa de Transparencia en el Sector Construcción (CoST Honduras) ha ayudado a fortalecer y exigir la rendición de cuentas y la transparencia en el manejo de los fondos públicos destinados a infraestructura pública en el país. De la mano de periodistas y diversos medios de comunicación, la iniciativa también se ha comprometido a fortalecer los procesos que transparenten el manejo y la ejecución de proyectos y obras a través de reportajes y estrategias de divulgación. Incluso, los mejores trabajos periodísticos son galardonados con el premio periodístico “Transparencia en Infraestructura 2017.”

Existe otra lista larga de propuestas que podrían contribuir con reducir las vías de corrupción como lo son el emplear tecnología que disminuya la burocracia, así como también establecer convenios internacionales que ayuden a los países de América Latina a sumarse a estándares internacionales. El Programa Anticorrupción de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) para América Latina es un buen comienzo.

En definitiva, los países de América Latina no puede suponer que la paciencia del ciudadano dura para siempre. No se debe olvidar que la piedra de la confianza, por más sólida que sea, algún día puede quebrarse.

Nota: parte de esta columna fue publicada en diario El Observador (09.16.17)

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