A horas de que el gobierno haga público su proyecto de ley para regular la gratuidad de la educación, el nerviosismo se apodera de las distintas partes interesadas. Porque el gobierno buscó dejarlos contentos a todos, es fácil anticipar que el proyecto dejará descontento a la mayoría de los involucrados. Pero es improbable que el proyecto que el gobierno anuncie se convierta en ley y es todavía más improbable que la ley que resulte de la negociación en el Congreso vaya a ser implementada sin cambios posteriores. De ahí que el debate que ahora se comenzará a dar—en medio de marchas, slogans y dogmas—es más bien solo una oportunidad para que se transparenten las distintas visiones que existen respecto a cómo debe funcionar el sistema de educación superior.
Una forma de entender la problemática de la educación superior es pensar en el sector como un mercado en que se ofrece un bien de consumo, la educación. Es verdad que la sola mención del concepto bien de consumo tiende a polarizar el debate. Pero como el debate ya está polarizado hasta los extremos, sugiero seguir la lógica del qué le hace el agua al pescado y tratar de entender la problemática a la que se enfrenta el gobierno como un problema de asimetrías de información en un mercado imperfecto, plagado de carteles, problemas de agente principal y costos de transacción.
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