Los dos gobiernos de la Presidenta Michelle Bachelet han culminado en victorias de la derecha. Pero la saliente Mandataria sigue siendo la figura más popular en la izquierda chilena. Aunque anunció su retiro de la política, ella seguirá siendo favorita entre los presidenciables izquierdistas para 2021. Porque la guerra civil desatada en el sector dificultará la aparición de nuevos liderazgos, Bachelet seguirá siendo el principal referente de esa izquierda que promueve y dice creer en proyectos colectivos, pero que en los últimos años se ha disciplinado detrás de un liderazgo caudillista.
Si bien los dos gobiernos de Bachelet fueron muy distintos, hay dos patrones que se repiten. El primero es el mayor rol del Estado en múltiples dimensiones. Tanto en su primera administración, con la reforma de pensiones que introdujo el pilar solidario, como en la segunda, donde la presencia estatal creció con cada reforma que Bachelet emprendió, la Presidenta buscó aumentar la capacidad regulatoria y proveedora de servicios del Estado. Es cierto que en su primer gobierno ella impulsó reformas consensuadas y razonables —su brazo derecho entonces era el liberal y centrista Andrés Velasco—. Pero es innegable que, en un país con un enraizado modelo social de mercado, Bachelet amplió el papel e influencia del Estado.
El otro patrón común entre sus dos administraciones fue la incapacidad de la mandataria por proyectar su legado en un candidato presidencial de su coalición. En 2009, anticipando que Ricardo Lagos tenía la primera opción para convertirse en la carta del sector, Bachelet optó por no involucrarse en el proceso. Después de que Lagos sorpresivamente se bajó de la carrera, e Insulza declinó entrar, Bachelet no aprovechó la puerta que se abría para que su popular gobierno presentara un candidato propio (¿el mismo Andrés Velasco?) a la nominación concertacionista. Al final, los partidos de la Concertación nominaron a Eduardo Frei, quien nunca fue percibido por la gente como el sucesor natural de la Presidenta.
Al comenzar su segundo período, Bachelet parecía más interesada en proyectar su legado más allá de su cuatrienio. Pero los escándalos de corrupción frustraron ese entusiasmo inicial. Primero, porque la poca habilidad del ministro Rodrigo Peñailillo para manejar la respuesta gubernamental al escándalo Penta —que luego se abrió a SQM— terminó por derribar al aparente favorito de Bachelet para sucederlo. Segundo, porque los otros presidenciables que entraron al gabinete —Ximena Rincón, Nicolás Eyzaguirre, Javiera Blanco, Álvaro Elizalde, Máximo Pacheco, José Antonio Gómez, Alberto Undurraga— no dieron el ancho, cayeron en batalla o no se atrevieron a lanzarse al ruedo.
Por eso, cuando comenzó el proceso de posicionamiento de presidenciables oficialistas para 2017, ninguno de los candidatos se identificaba con la hoja de ruta de Bachelet. Ni Lagos ni Insulza eran cercanos a ella. Guillier fluctuaba entre repetir un mensaje similar al del gobierno y distanciarse de Bachelet. Goic jugaba a ser de oposición y oficialista a la vez, dependiendo del tema. El caso es que, cuando la Nueva Mayoría se quebró al no ser capaz de realizar primarias, Bachelet estaba fuera del juego y, apenas cuatro años después de fundar la coalición, tenía nula capacidad de ejercer liderazgo en la Nueva Mayoría.
En la campaña de primera vuelta, Marco Enríquez-Ominami se acercó más a Bachelet que Guillier o Goic. En segunda vuelta, Bachelet se acercó a Guillier, aunque él nunca llegó a convertirse en el candidato de la continuidad. Por eso, la noche en que le tocó llamar, por segunda vez en su vida, a Sebastián Piñera para felicitarlo por el triunfo, las imágenes del video segundos antes de que realizara la llamada mostraban a una Bachelet visiblemente molesta. Lo irónico de esa molestia es que, habiendo tenido la oportunidad de hacerlo, ella hizo muy poco en sus cuatro años para evitar ese desenlace.
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