Si bien cada gobierno tiene su propio sello y el Chile de hoy es muy distinto al de las dos décadas de gobiernos concertacionistas, el inicio del segundo mandato de Sebastián Piñera recuerda al primero de la Concertación en una dimensión muy importante. Desde que Patricio Aylwin llegó al poder en 1990 que no se veía un contraste tan grande entre el discurso de buenos y malos, de reformas radicales y de dejar todo amarrado y bien amarrado del gobierno saliente, y el foco en el diálogo, la gradualidad y el pragmatismo del equipo entrante. Tal vez por eso —además de que ahora, afortunadamente, ya no exista el nerviosismo que rodeó al primer gobierno democrático post Pinochet— el traspaso de mando ha tenido ese tono de cambio moderado con optimismo y tranquilidad que también caracterizó la llegada de la Concertación al poder en 1990.
Nadie duda que hoy Chile es un país mucho mejor que en 1990. La transición a la democracia estuvo rodeada de enormes desafíos y complejas negociaciones. Los temas pendientes en violaciones a los derechos humanos, las demandas sociales, la pobreza extendida y la sensación predominante de que Chile era un país de enemigos hizo muy difícil el desafío que enfrentaron Patricio Aylwin y la Concertación en 1990. Pero el foco del gobierno entrante a favor de la reconciliación entre los chilenos, de la necesidad de construir un país donde cupieran todos, de fortalecer las instituciones y generar mayor inclusión social promoviendo el crecimiento económico contrastó con el discurso oficial polarizador y divisivo entre buenos y malos que privilegió la dictadura militar.
Los gobiernos de Eduardo Frei (1994-2000), Ricardo Lagos (2000-2006) y Michelle Bachelet (2006-2010) tuvieron prioridades y énfasis particulares, pero los tres fueron continuistas en el discurso a favor del diálogo, el pragmatismo y la moderación que caracterizó las dos décadas concertacionistas. Como, además, esos tres presidentes sucedieron a compañeros de coalición, el cambio de mando fue comprensiblemente mucho menos traumático.
En 2010, cuando la derecha llegó al poder por primera vez desde el retorno de la democracia, la toma de posesión de Sebastián Piñera estuvo marcada —literalmente— por las réplicas del terremoto del 27 de febrero. Además, aunque el fantasma de Pinochet ya comenzaba a disiparse, Piñera debió lidiar contra el nerviosismo que generaba el fin de la era concertacionista y la llegada al poder de los partidos que habían apoyado al régimen autoritario.
En 2014, el retorno de Bachelet estuvo rodeado del nerviosismo y la ansiedad que producía el discurso fundacional de la Nueva Mayoría. En vez de potenciar la idea de que se normalizaba la alternancia en el poder, el segundo gobierno de Bachelet estuvo marcado por las promesas de reformas profundas de la campaña. Comprensiblemente, entonces, esa toma de posesión generó ansiedad en sus simpatizantes y nerviosismo en sus detractores (y en algunos de sus aliados más moderados).
La segunda toma de posesión de Piñera, en cambio, ha generado un nivel saludable de ansiedad y nerviosismo. Los cambios de mando debieran ser momentos noticiosos, pero no tienen por qué ser dramáticos. Cuando asume un nuevo Presidente, el país toma nuevo rumbo. Pero no hay razón para que el proceso sea traumático. El nuevo gobierno tendrá sus prioridades y buscará cambiar la dirección en la que avanza el país. Pero como un barco que cambia de dirección, el proceso no tiene por qué generar un naufragio o mareos generalizados entre los pasajeros.
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