En los últimos dos años, por razones diversas, he seguido de cerca lo que ocurre en El Salvador. Debo decir que no me sorprendieron los hechos más recientes, que incluyen la destitución abrupta de los magistrados de la Sala Constitucional y del Fiscal General, por una Asamblea Legislativa en la cual el presidente Nayib Bukele tiene la mayoría holgada.
Me resultó llamativa la velocidad. El día que tomaron tal decisión, este 1 de mayo, los diputados se estrenaban en sus funciones en el órgano legislativo.
Lo de Bukele ha sido, en realidad, la crónica de un autoritarismo anunciado. El 9 de febrero del año pasado, antes de que se decretara la pandemia por la covid-19 en los países de América Latina, un Bukele rodeado de militares se presentó en la sede del parlamento, para pasearse por sus instalaciones y enviar tweets desde allí. Era un domingo, no había nadie en el edificio pero simbólicamente el presidente mostró que tomaba al legislativo.
“El delirante espectáculo del presidente Nayib Bukele, que este domingo (9 de febrero) usurpó la curul del presidente de la Asamblea y amenazó con disolverla, rodeado de militares fuertemente armados y policías antimotines con las escopetas al frente (…) es el momento más bajo que la democracia salvadoreña ha vivido en tres décadas”, editorializó El Faro, el medio digital de ese país más galardonado internacionalmente.
Aquello, a mi modo de ver, debió ser una señal de alerta. Al menos así lo registré en su momento. En febrero de 2020, tenía lugar una confrontación verbal entre Bukele y el Parlamento, que tenía como centro la aprobación de un préstamo para inversiones en seguridad.
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