Si bien el periodo democrático actual de Chile tiene en el 5 de octubre de 1988 su momento fundacional, resulta deshonesto e impropio conmemorar el trigésimo aniversario del plebiscito que puso fin a la dictadura militar como un momento de unidad entre los chilenos. Sería más adecuado celebrar los acuerdos que se produjeron antes y después del plebiscito que permitieron construir la democracia institucionalizada y estable que hoy poseemos. Que un gobierno que representa a buena parte de aquellos que votaron a favor de Pinochet celebre la fecha como un momento de encuentro democrático de todos los chilenos resulta oportunista.
La historia de los países siempre tiene momentos de unidad y momentos de división. En general, las elecciones y los plebiscitos representan a estos últimos, incluso a estados de tensión. Los ciudadanos deben decidir entre hojas de ruta distintas y posiciones encontradas. El hecho que los perdedores acepten las derrotas y los ganadores entiendan que deben gobernar para todo el país y no solo para sus adherentes sin duda constituye evidencia de madurez democrática y responsabilidad política. Pero, incluso en sociedades con profundas raíces democráticas y grandes acuerdos nacionales, las elecciones siempre tienden a polarizar posiciones.
El 5 de octubre de 1988, más que ninguna elección presidencial realizada posteriormente, los chilenos debieron decidir entre dos propuestas radicalmente distintas respecto a la hoja de ruta que habría de seguir el país. Aunque es imposible saber qué hubiera pasado si el Sí hubiera resultado ganador, sabemos que la victoria del No abrió el camino para la construcción de una democracia sólida y fuertemente institucionalizada. Los que entonces fueron partidarios del No (a un nuevo periodo de 8 años con Pinochet como presidente) pueden sentirse orgullosos de haber abierto una puerta que, con la ayuda de todos, ha llevado a Chile a ser un país líder en América Latina en desarrollo económico y consolidación democrática.
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