[EnglishArticle] Ask anyone who has ever driven from El Paso to Ciudad Juárez their impressions of the journey and they will probably mention hassles, long lines, and throngs of people. Yet this border crossing, like many of the congested others along the 2,000 mile U.S.-Mexico border demonstrates the important trade links between the two nations that share it.
In contrast, try to imagine crossing the border between Venezuela and Guyana, or between Colombia and Panama. Fact is, you can’t—at least not in a car.
The lack of proper border crossings is one of the many examples of Latin America’s woeful infrastructure. Whether it is the quality of the drinking water, reliable access to the electricity network, or even having enough airports, ours is a region where there is a lot of work to be done.
Yet, effective infrastructure is key to economic growth, development and reducing inequality. But despite the academic and popular consensus on the topic, no one wants to pay for it.
The consensus on infrastructure in Latin America is that it is growing, but not nearly fast enough to keep up with demand. Our population is on the rise. Wealth is increasing as economies expand, and this puts added pressure on ports and airports. More firms want to export, but bottlenecks are the norm. The development literature calls this “the infrastructure gap”—the difference between the current stock of infrastructure and the target a society sets for itself.
According to César Calderón and Luis Servén, two economists at the World Bank, power supply and telephones are less reliable in Latin America than in the rest of the emerging world. Road quality is also lower—in fact, the continent’s road network has barely grown in the last few years. Access to phone lines, Internet, electricity grid, water sources, sanitation facilities, and rural roads are all lower in Latin America than in East Asia, for example.
Infrastructure spending provides many benefits. Extensive research has found that better infrastructure raises the value of poor people’s assets by putting them closer to productive centers. It also enhances the poor’s access to health and education and improves labor mobility – allowing poor people to switch jobs more easily and, ultimately, find the job that best fits their qualifications.
And building infrastructure creates jobs, both directly and indirectly. It puts companies closer to markets, making it easier to achieve economies of scale.
Better infrastructure also means poor countries have greater access to technology, and firms in those countries can switch suppliers more easily, get to markets more quickly, and reduce their inventory costs. In a 2014 paper, the economists Pedro Bom and Jenny Ligthart estimated that a 10% increase in infrastructure spending increases private-sector GDP by roughly 1 percent.
Private business clearly loves infrastructure. Politicians love cutting ribbons. The public loves the new roads and drinking water. If everyone agrees, why isn’t there more of it?
Because it is expensive.
Spending on infrastructure requires diverting funds either from other public spending programs, or from the private sector. Whether it is consumers (through higher service fees), tax-payers, or banks, someone has to pay for it.
When the debt crises of the 1980s erupted in Latin America, public financing of infrastructure was one of the first things to be cut. This meant that our governments had to get creative and bring in the private sector. Initiatives involving public-private partnerships flourished everywhere from Mexico to Chile.
But even though the private sector has helped, it has not been enough. Currently, Latin America invests about 2% of GDP on infrastructure. In contrast, according to the McKinsey Global Institute, between 1992 and 2011 China invested an average of 8.5% of GDP in infrastructure per year. Just to put the numbers in perspective: if Latin America were to increase infrastructure spending to match China’s in relative terms, it would have to come up with an additional $300 billion per year.
These are massive numbers, but not entirely impossible ones. Other regions are doing it, so why can’t we? For example, Oxford Economics reckons that by 2025, emerging Asia – including China, India, ndonesia, Malaysia, the Philippines, Thailand and Vietnam – will spend roughly $4 trillion per year on infrastructure. The question becomes where does the continent get the money for this.
The answer is that Latin America has to open itself up to foreign capital even more.
The recent news on this front has been the creation of the Asia Infrastructure Investment Bank (AIIB), a China-led initiative that promises to become a major player in international infrastructure funding thanks in part to China’s large current account surplus. The AIIB has even pledged $50 billion in Latin American infrastructure development.
Even including the AIIB offer, Latin America will not have the funds it needs. As a result, it’s going to need to get creative. The first step is reforming regulatory frameworks to make them more favorable and open to foreign participation. Part of that will also mean that government offices must ensure that investors get the returns they expect.
This is quite a challenge, but not an impossible one. The alternative is to remain a backward, isolated place, away from markets and in the periphery of global development.
We’ve tried that. It isn’t working so well. [/EnglishArticle]
[SpanishArticle]Cualquier persona que haya cruzado la frontera entre El Paso y Ciudad Juárez probablemente le contará de las interminables filas, los mares de gente, y los trámites. Sin embargo, este cruce, como muchos de los cruces de la frontera de 3.000 kilómetros que separa a Méjico de los EE.UU., es una muestra de la vibrante relación comercial entre ambas naciones.
Este cruce es menos laborioso que intentar cruzar de Venezuela a Guyana, o de Colombia a Panamá. De hecho, esos cruces no pueden realizarse en automóvil.
La falta de comodidades básicas en las fronteras es sólo un ejemplo de cómo América Latina se ha quedado rezagada en términos de infraestructura. Ya sea que hablamos de la calidad del agua potable, la confiabilidad del servicio eléctrico, o simplemente el tener suficientes aeropuertos, nuestra región tiene mucho por hacer en este tema.
Esto sorprende ya que la infraestructura es un factor clave para el desarrollo, el crecimiento, y la reducción de las desigualdades – todos temas que supuestamente nos preocupan. A pesar del consenso popular y académico sobre el tema, nadie quiere pagar por la infraestructura.
El consenso sobre la infraestructura en América Latina es que está creciendo, pero no lo suficientemente rápido. Las demandas crecen – nuestra población aumenta, la riqueza de las economías también, y con ello la presión en nuestros puertos y aeropuertos se incrementa. Más empresas quieren exportar, pero se topan con los cuellos de botella. La literatura ha denominado esto “la brecha en infraestructura” – la diferencia entre dónde estamos en términos de infraestructura y la meta que nos hemos trazado.
De acuerdo a los estudios de César Calderón y Luis Servén, dos expertos del Banco Mundial, la red eléctrica y telefónica en América Latina es menos confiable que en el resto del mundo emergente. La calidad de las carreteras también es menor – de hecho, la red vial del continente apenas ha crecido en los últimos años. El acceso a servicios telefónicos, a la red eléctrica, a las fuentes de agua potable y a la vialidad rural son todos más bajos en América Latina que en el este asiático, por poner un ejemplo.
Invertir en infraestructura le proporciona numerosos beneficios a la sociedad. La investigación ha demostrado que la mejor infraestructura aumenta el valor de los activos de los pobres al acercarlos a los centros productivos. También incrementa el acceso de los pobres a la salud y educación, y mejora su movilidad laboral – permitiendo a los pobres cambiar trabajos con mayor frecuencia y encontrar el trabajo que mejor se acopla a sus habilidades.
La construcción de la infraestructura genera empleo directo e indirecto. Acerca a las compañías a los mercados, y mejora las probabilidades de alcanzar economías de escala.
El tener mejor infraestructura significa más acceso a la tecnología, ayuda a que las empresas de los países pobres puedan cambiar suplidores con mayor frecuencia, llegar más rápidamente a los mercados, y reducir sus costos de inventario. De hecho, en un trabajo del 2014, los economistas Pedro Bom y Jenny Ligthart encontraron que un aumento en la infraestructura de un 10% mejora el PIB del sector privado en un 1%.
Al sector privado le encanta la infraestructura. A los políticos, al público en general – a todos nos gusta. Pero, si estamos todos de acuerdo, ¿por qué nos cuesta tanto construirla?
Porque es cara.
El gasto en infraestructura requiere gasto público y/o privado, y esto lo tiene que pagar alguien. Ya sea que se paga a través de mayores tarifas, impuestos más altos, o a través de créditos bancarios, alguien paga por la infraestructura de un país.
Cuando estalló la crisis de la deuda de América Latina en los años 80, el financiamiento público de las grandes obras de infraestructura fue uno de los primeros ítems de gasto en ser recortados. Esto obligó a que nuestros gobiernos se pusiesen creativos y buscasen socios privados a través de las iniciativas público-privadas que florecieron en muchos países, desde Méjico a Chile.
Pero aunque el sector privado ayuda, no ha sido suficiente. Actualmente, América Latina invierte alrededor del 2% de su PIB en infraestructura. En cambio, y de acuerdo al McKinsey Global Institute, entre 1992 y 2011, China invirtió en promedio un 8,5% de su PIB en infraestructura. Para poner los números en perspectiva, si América Latina quisiera incrementar su inversión en infraestructura para equipararla en términos relativos a la de la China, tendría que aumentar la inversión anual en unos $300 mil millones.
Estos son números enormes, pero no imposibles del todo. Hay otras regiones que lo están haciendo, y si ellos pueden ¿por qué nosotros no? Por poner un ejemplo, Oxford Economics estima que en el 2025, el Asia emergente – China, India, Indonesia, Malasia, Filipinas, Tailandia, Vietnam – invertirán $4 billones al año en infraestructura. La pregunta, entonces, es de dónde saca el continente el dinero para esto.
La respuesta es que no nos queda otra que abrirnos aún más al capital internacional.
La gran noticia reciente en este ámbito ha sido la creación del Banco de Inversión en Infraestructura de Asia (AIIB), una iniciativa liderada por China que promete convertirse en un gran jugador en la provisión de infraestructura a nivel internacional. El AIIB ha prometido $50 mil millones en desarrollo en nuestro continente.
Pero aun contando con la inversión del AIIB, nos quedaríamos cortos. Vamos a tener que ser aún más creativos. El primer paso va a ser reformar el marco legal para permitir que sea más favorable a la inversión privada. Esto requerirá que las oficinas gubernamentales le aseguren a los inversionistas un retorno de su inversión.
Esto es un reto importante, pero no es imposible. ¿Qué otra opción nos queda?
Resumen: América Latina invierte alrededor del 2% de su PIB en infraestructura, pero entre 1992 y 2011, China invirtió en promedio un 8,5% de su PIB por año. Dados los efectos positivos de la infraestructura sobre el crecimiento y la reducción de la pobreza, es hora de que la región se embarque en un esfuerzo pronunciado para atraer inversión extranjera en el sector. [/SpanishArticle]