Uno de los legados más dañinos del estallido social que se inició hace casi dos meses en Chile es la convicción de que los proyectos de país que ganaron las elecciones en las urnas pueden ser revertidos con movilización en las calles. Si una coalición política gana legítimamente una elección, su capacidad para implementar su programa de gobierno va a depender de la capacidad de bloqueo y obstrucción que tenga la oposición. En ese escenario, decae sustancialmente la importancia de las elecciones para dirimir la dirección en la que avanzará el país. En vez de que la gente decida en el ejercicio democrático cuál es la hoja de ruta a seguir para el siguiente periodo, el conflicto político que determinará la dirección que tomará el país y las iniciativas legislativas que impulsará el gobierno van a depender de quién es capaz de sacar más gente a la calle y del poder de destrucción y violencia que tengan las marchas en el futuro.
En democracia, los conflictos políticos se dirimen principalmente en las urnas. En vez de tener batallas campales en las calles, guerras civiles o golpes militares para decidir quién va a gobernar, las democracias permiten que la gente vote por candidatos que, una vez electos, llevan adelante los programas de gobierno que ofrecieron en las campañas. Para que funcione, los candidatos ganadores pueden gobernar y los perdedores esperan hasta la próxima elección para intentar llegar al poder. En la medida que el gobierno no se aleje sustancialmente de sus promesas de campaña ni viole la Constitución y las reglas de la sana convivencia; y que, a su vez, los perdedores permitan que el gobierno lleve adelante su programa, la democracia marchará bien.
En el caso de Chile, la coalición derechista ganó con holgura las elecciones presidenciales de 2017. Pero ese mismo electorado que puso a Piñera en el poder le dio una mayoría de escaños a los partidos de izquierda en el Congreso. El mensaje puede haber sido contradictorio, pero las instrucciones eran claras. Para poder avanzar, el gobierno debería consensuar con la oposición las reformas que iba a implementar. Desafortunadamente, en los 18 meses que transcurrieron hasta que se produjo el estallido social, hubo poca voluntad de diálogo entre el gobierno y la oposición.
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