Brasil y México nunca ganaron un Mundial en casa, y eso que organizaron dos cada uno. Tienen más en común: ambos le marcaron un gol histórico a Alemania. Brasil lo hizo en 2014; México, en 2018. Pero ahí terminan las coincidencias: Brasil levantó cinco copas como visitante; México, ninguna. Brasil tuvo a Pelé; México, a Codesal. El duelo de hoy enfrenta al mayor país lusófono con el mayor país hispanoparlante, pero no será la lengua más hablada la que defina el resultado. Una pena.
Los gigantes latinoamericanos están divididos por la geografía y por la historia. El norteamericano México es hijo de la ruptura: una guerra, iniciada en 1810, dio lugar a la independencia. Justo un siglo más tarde, la revolución de 1910 alumbró la modernidad. La democracia llegó recién en el 2000, cuando el paradójico Partido Revolucionario Institucional aceptó que los muertos dejasen de votar en masa.
El sudamericano Brasil es hijo de la conciliación. Le tocó ser el único estado de América Latina cuya independencia no fue producto de la guerra sino de la rebeldía filial. “Yo me quedo”, gritó el príncipe Pedro al rey João, que debió volverse a Lisboa dejando a su vástago como emperador de la colonia. Entre 1808 y 1821, la corte portuguesa se había refugiado en Río de Janeiro huyendo de Napoleón. Cuando la corte retornó a Europa, Brasil se transformó en imperio hasta 1889, cuando un golpe incruento instauró la república y envió a Pedro II al exilio.
México también fue un imperio, pero duró menos y terminó peor que el brasileño. Maximiliano I, impuesto por Napoleón III de Francia, rigió entre 1864 y 1867. Entonces, ratificando las malas pulgas nacionales, lo fusilaron. Los mexicanos son temibles en los penales.
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