El gran test de qué tan exitoso será este gobierno será la reforma tributaria que se promulgue. Si la oposición lo fuerza a aceptar una reforma simbólica, el legado de la segunda administración del Presidente Piñera quedará incorregiblemente dañado. Si, en cambio, La Moneda demuestra tener dedos para el piano negociador, la reforma tributaria permitirá comenzar a desmantelar la compleja red de reformas estructurales que promulgó el segundo gobierno de la Presidenta Bachelet.
Los gobiernos se miden por las peleas que se deciden dar y por la capacidad que tienen para ganarlas. Un gobierno que se enfrasca en conflictos irrelevantes puede ser evaluado como victorioso, pero esas victorias no resultan ni significativas ni duraderas, mientras aquél que se anima a dar peleas importantes y logra victorias, dejará una huella que sobrevivirá mucho tiempo después de que la administración haya llegado a su término.
Para bien o para mal, ambos gobiernos de Bachelet dejaron huellas profundas en la forma en que funciona el país. Aquellos que valoran las políticas de libre mercado coincidirán en que el legado de su primer gobierno —con una reforma de pensiones razonable y un fondo soberano para los años de las vacas flacas— fue más positivo que negativo (aun considerando el Transantiago). En su segundo gobierno, si bien hubo algunas reformas que cerraron temas pendientes —como la nueva ley electoral—, las consecuencias negativas de algunas de ellas recién las empezamos a ver —como la fragmentación del sistema de partidos y el aumento en el número de legisladores. Otras reformas impulsadas por Bachelet en su segundo gobierno tuvieron consecuencias negativas inmediatas. La reforma tributaria que promulgó antes de terminar el primer año de la segunda administración produjo resultados negativos tan inmediatos que tuvo que ser reformada poco después de entrar en vigencia.
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