Ahora que la democracia chilena se ha consolidado y el sistema político se ha llenado de nuevos actores, nos debemos acostumbrar a que las coaliciones vivan con permanentes conflictos entre sus miembros. Precisamente porque ella supone que los distintos intereses se ven expresados en la diversidad de los partidos y coaliciones, resulta ilusorio pretender que los gobiernos estarán formados por agrupaciones disciplinadas y cohesionadas.
Es irónico que los chilenos, por un lado, demanden una democracia que funcione mejor y, por otro, se sorprendan cuando ésta efectivamente lo hace como es normal en los países desarrollados. La tensión y los conflictos son elementos inherentes a la democracia. Cuando gobierna una coalición multipartidista, los roces están a la orden del día. No podría ser de otra forma. La razón por la que una alianza se mantiene conformada por varios partidos y no se fusiona en uno solo es precisamente porque hay diferencias ideológicas y tácticas entre sus miembros.
En Chile, la memoria de los primeros años después de la transición a la democracia a menudo nubla la visión de los que creen que las instituciones democráticas no funcionan bien. Cuando comparan el supuesto desorden actual con la disciplina férrea que, presumiblemente, tenían los partidos a comienzos de los 90, algunos concluyen que la democracia actual está en problemas. Pero el orden que se observaba en esa primera década no es propia de una democracia normal. Entonces, en parte por el temor a una regresión autoritaria, porque Pinochet seguía ejerciendo presión desde la Comandancia en Jefe del Ejército o porque la presencia de senadores designados privó a la Concertación en el Congreso de la mayoría electoral que ganó en las urnas, la democracia de los acuerdos emanó del hecho que todos los actores involucrados entendían que no teníamos una democracia normal.
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