De todos los legados controversiales que dejó el gobierno de Michelle Bachelet, el que más lecciones debiese dejar es el fracasado intento por refundar el país. Porque Chile necesita reformas que mejoren lo malo y profundicen lo bueno, la democracia chilena se consolidará sólo si los futuros gobiernos abandonan los ímpetus fundacionales. En la medida en que los futuros gobiernos se entiendan como reformistas y no como revolucionarios, el país podrá avanzar por el sendero del desarrollo y la consolidación democrática.
Hace cuatro años, la victoria por amplia mayoría que obtuvo Bachelet en la segunda vuelta presidencial alimentó los sueños revolucionarios en muchos que habían vivido la derrota de la UP en 1973, la transición pactada a la democracia en 1988-90 y la moderación de la izquierda en los exitosos 20 años de gobiernos concertacionistas. Para muchos —incluida la propia Bachelet— esta era la última oportunidad para intentar una revolución. Para ser fieles a sus sueños de juventud, esa generación que gobernó con Bachelet decidió emprender una serie de cambios que, sumados, podrían considerarse como revolucionarios.
Ahora bien, aunque algunos profetizaron la aparición de un nuevo modelo y otros anunciaron la llegada de una retroexcavadora, las ínfulas revolucionarias en el gobierno de Bachelet fueron mucho más ambiguas y desordenadas. La propia Bachelet demostró menos compromiso con el ímpetu fundacional una vez en el poder que el que había demostrado en campaña. En vez de empujar un proceso constituyente desde el primer día en el poder, Bachelet optó por una reforma tributaria y una reforma electoral. Si bien eso debió ser una señal contundente de que no habría nueva Constitución (nadie remodela el segundo piso si tiene planes de botar la casa el año siguiente para construir otra nueva en su lugar), los nostálgicos de la revolución siguieron apostando a que Bachelet haría transformaciones fundacionales en su período.
Pero, aunque sus defensores insisten en lo contrario, los cambios que ella hizo son reformas que pueden ser revertidas por futuros gobiernos, no cambios sustantivos y permanentes que pueden considerarse como revolucionarios. Para empezar, la reforma tributaria necesita correcciones y el nuevo gobierno introducirá cambios. Además, en todas las democracias maduras las elecciones siempre son ocasiones para alterar el código tributario, de ahí que nadie puede pretender que una reforma tributaria será inmutable.
Por su parte, la reforma que pone fin al copago y la selección en los colegios será implementada gradualmente, por lo que el nuevo gobierno tendrá oportunidad de modificarla, frenando algunos cambios e impulsando otras prioridades. Ya que Bachelet optó por introducir la gratuidad en educación superior a través de una glosa presupuestaria, y no por una ley detallada y bien diseñada, el próximo gobierno tendrá amplia discrecionalidad para modificar la forma en que avance y se materialice e beneficio. La reforma laboral fue redactada de forma tan ambigua que los reglamentos que discrecionalmente redacte el futuro gobierno influirán sustancialmente sobre la fuerza negociadora de los sindicatos. Incluso el nuevo sistema electoral, que remplazó al binominal, podrá ser cambiado por futuros gobiernos. Después de todo, ya que todos los sistemas electorales distorsionan de forma distinta, siempre habrá poderosos argumentos para criticar las distorsiones que produce cualquiera de ellos.
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