Mientras más álgido se pone el debate sobre la política de inmigración de nuestro país para los próximos años, más relevante se hace el sabio principio enunciado por Patricio Aylwin respecto a qué tanta justicia se podía lograr para las víctimas de las violaciones a los derechos humanos. Porque Chile puede promover la inmigración sólo en la medida de lo posible, las posturas que se niegan a aceptar que la presencia de inmigrantes seguirá creciendo es tan irresponsable como aquella que aboga por entender la inmigración como un derecho.
Desde que la Declaración Universal de Derechos Humano proclamó el derecho de las personas a salir de su país y poder volver a él, la emigración se convirtió en un derecho humano inalienable. Por eso, países como Cuba o Venezuela, que establecen condiciones incumplibles para muchos para salir del país están en flagrante violación de los derechos humanos. Chile no necesita firmar un pacto internacional para garantizar el derecho a sus ciudadanos a salir libremente del país. Ese derecho ya está garantizado y se respeta en Chile.
Pero, naturalmente, salir de un país implica necesariamente tener que entrar a otro. Ahí es donde se produce el problema de interpretación que ha llevado a Chile a no firmar el acuerdo no vinculante sobre migraciones de la ONU. Si se establece un derecho a la migración —no solo a la emigración— entonces las personas podrán eventualmente reclamar que un país que les niega el ingreso está violando sus derechos. En cambio, el gobierno parece preferir la concepción de la inmigración como un privilegio que solo se le otorga a un número limitado de personas.
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