Cuando uno revisa la lista de cambios que se quieren hacer a la Constitución, una conclusión razonable es que no hay necesidad de emprender un proceso constituyente cuando eso se puede lograr con simples reformas. Si lo que quieres es remodelar la cocina, no hay necesidad de derribar toda la casa.
Los críticos de la Constitución de 1980 argumentan que hay demasiados preceptos constitucionales que requieren de mayorías de 2/3 o 3/5 para su modificación. Parece poco conveniente tener una estructura así de rígida. Ahora bien, resulta extraño que los mismos críticos que alegan contra los altos quórums hayan aceptado un proceso constituyente que establece el requisito de mayoría de 2/3 para decidir las reglas de la nueva constitución —lo que presumiblemente supone que una minoría en la convención podrá tener poder de veto. Luego, el problema de los altos quórums se traslada de la constitución actual a la convención constituyente.
Algunos, en un claro intento por desconocer la existencia de esta condición súper-mayoritaria, argumentan que, en caso de que la convención constituyente no llegue a acuerdo, los temas podrán ser decididos después por simple mayoría en el Congreso. Pero esa estrategia, de ser factible, hará que la mayoría —anticipando que se mantendrá como tal después de las siguientes elecciones— simplemente decida dejar todo fuera de la constitución para imponer su posición electoral después. Llevando el argumento al extremo, la nueva constitución será minimalista y simplemente chuteará el problema para que lo solucione el parlamento en el futuro. Pero, siguiendo esa lógica, la minoría podría incluso oponerse a que la constitución establezca un parlamento, por lo que terminaríamos con una convención constituyente trabada, que no produzca ningún documento.
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