Mientras la comunidad internacional reflexiona sobre el tipo de intervención que desea tener en la prolongada crisis de gobernanza en Haití, la situación sobre el terreno es cada vez más desalentadora. Las declaraciones del presidente Jovenel Moïse en los últimos meses, apartadas de las realidades prácticas del gobierno y cada vez más fantasiosas, se parecen mucho al realismo mágico. Sin una asamblea nacional en activo desde enero de 2020, Moïse está gobernando por decreto y ha aprobado diversas órdenes ejecutivas. A finales de 2020, había llevado a cabo más de 160 medidas diferentes, y ha comenzado 2021 con el mismo ritmo. Entre ellas hay varias.
En primer lugar, un decreto firmado el 26 de noviembre de 2020 por el que creó un organismo nacional de inteligencia (Agence Nationale d’Intelligence, ANI) y un confuso decreto de acompañamiento que, en teoría, está asociado al refuerzo de la seguridad pública. Los motivos de ambos parecen estar relacionados con el deseo de centralizar la vigilancia y los informes de inteligencia en el gabinete del presidente Moïse; en un país con una historia de liderazgo duro y autoritario, esta parece una consolidación del poder sospechosa.
Asimismo, en una muestra de incongruencia y curiosa elección del momento, el pasado otoño el Gobierno encontró tiempo para ampliar su relación con Marruecos con la apertura de una nueva embajada en Rabat. Y, no se sabe por qué, anunció que iba a abrir también un consulado en el territorio del Sáhara Occidental, bajo control marroquí; una extraña prioridad y un gasto absurdo de capital material y humano, teniendo en cuenta la limitada actividad diplomática de Haití.
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