La propuesta de reforma de pensiones que ha presentado el gobierno del Presidente Sebastián Piñera puede ser definida, en el buen sentido de la palabra, como profundamente concertacionista. Porque busca ser un cambio gradual, razonable y sustentable del sistema existente, la iniciativa oficialista no puede ser calificada ni como radical ni como continuista. Pero en un país donde las posiciones más radicales parecen haber ganado plataforma —aunque no necesariamente más apoyo popular—, las críticas que ha recibido anticipan una compleja tramitación.
A medida que se han ido digiriendo los detalles de la propuesta de pensiones, no se han hecho esperar las críticas desde ambos extremos del espectro. Por un lado, los defensores del sistema de capitalización individual resienten el creciente rol del Estado como proveedor de subsidios a las pensiones más bajas. Si bien todos reconocen que hay demasiados chilenos que reciben pensiones miserables, hay preocupación entre los defensores más ortodoxos de las políticas de libre competencia respecto a los incentivos perversos que se están generando al aumentar la pensión mínima que recibirán las personas. Mientras más alta la pensión mínima, menos incentivos hay para que los chilenos se preocupen de hacer contribuciones mensuales a sus cuentas individuales. En la medida que los trabajadores independientes todavía no estén obligados a cotizar y mientras no haya deducción automática de contribuciones a las pensiones por cada boleta de honorarios emitida, seguirá habiendo incentivos para que la gente aumente sus ingresos actuales en detrimento de lo que eventualmente serán sus pensiones.
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