Si bien la primera jornada de alegatos de Bolivia ante la CIJ en La Haya capturó la atención de los medios ayer, la movilización convocada por el movimiento social “No más abusos de TAG y peajes” probablemente generó más interés en muchos chilenos. Aunque a todos nos importa la defensa de la soberanía territorial de Chile, el pago que mensualmente hacen todos los conductores en Santiago y otras regiones del país por el uso de las carreteras concesionadas nos toca de forma mucho más directa el bolsillo.
La forma en que los movimientos sociales están definiendo sus demandas a partir de lo que no quieren —más que a partir de propuestas que remplacen aquellas cosas que, a su juicio, funcionan mal— demuestra su naturaleza profundamente reaccionaria. Más que luchar por reformas específicas y mejoras concretas, estos movimientos tienden a centrarse en el motivo de su descontento. En este caso, más que proponer alguna alternativa para frenar el aumento en el costo de transitar por las carreteras urbanas o para modificar las reglas del juego, el movimiento “No+TAG” simplemente expresa su descontento con el concepto de tener que pagar.
En nuestro sistema económico, el Estado tiende a focalizar sus recursos en quienes más lo necesitan. Dado que la tasa impositiva de Chile no es particularmente alta, y precisamente porque los niveles de desigualdad son especialmente elevados, tiene todo el sentido del mundo que el Estado concentre su gasto en los grupos vulnerables. Por eso, desde la década de los 90 los gobiernos de izquierda y derecha han optado por concesionar la construcción de carreteras y otras obras de infraestructura. Usando el sistema de Build-Operate-Transfer (BOT), el Estado chileno ha concesionado numerosas carreteras. El capital privado ha invertido en la construcción de esas carreteras y, a través de una concesión estatal, las empresas luego cobran un peaje para financiar su inversión.
El diseño de las concesiones ha ido mejorando con los años, aunque todavía persisten algunos problemas, como los sobrecostos cuando hay congestión o las inversiones adicionales para acomodarse a aumentos de tráfico mayores que lo inicialmente proyectado. Como todo sistema, el modelo es perfectible. Pero resulta indiscutible que el enorme desarrollo en infraestructura que ha tenido Chile en los últimos 25 años ha sido posible gracias a la iniciativa de un Estado que ha generado las condiciones para que los privados puedan invertir en infraestructura, con una tasa razonable de lucro.
Ya que el parque vehicular se ha expandido rápidamente en el país —otra de las consecuencias del desarrollo económico que hemos experimentado—, se ha democratizado el uso de las carreteras concesionadas. Eso ha sido beneficioso para las empresas que operan la concesión, pero ha traído problemas para los usuarios que sienten que deben pagar demasiado por usar carreteras que están altamente congestionadas en las horas de mayor tráfico.
Por un lado, tenemos que estar felices de que cada día haya más chilenos que pueden tener automóviles. Si nos molesta tanto la desigualdad, debiéramos alegrarnos cuando la mayoría de las familias tiene igual acceso, al menos en la dimensión de ser propietarios de un auto. Pero por otro lado, es lógico que los consumidores reclamen por sus derechos. La gente que tiene auto quiere moverse rápido por las carreteras cuyo uso paga kilómetro a kilómetro, tanto los que siempre lo han tenido y ahora ven cómo se han llenado las carreteras con autos manejados por personas que antes no tenían esa posibilidad, como los nuevos conductores que ven en su auto la evidencia de movilidad social ascendente.
Pero el descontento no debiera traducirse simplemente en un “No+Tag”. Después de todo, alguien tiene que pagar el saldo pendiente del alto costo que significó construir las carreteras. Si no lo pagan los usuarios, el fisco tendrá que hacerse cargo, lo que significará que todos los que pagan impuestos —aquellos que tienen autos y los que andan en transporte público— deberán subsidiar a los que manejan por las carreteras. Eso generaría mayor desigualdad en el país, en tanto los más pobres terminarían subsidiando el uso que hacen de las carreteras aquellos que tienen auto.
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