La resaca después de la fiesta del legado

En su último mes en el gobierno, Bachelet pareció caer víctima de una sensación de urgencia por cumplir todas las promesas de campaña que no había podido o querido cumplir durante sus dos mandatos. Se dio todos los gustitos que no se había podido dar en La Moneda. Después de haber sido forzada a realizar cambios de gabinete, dejando caer a varios de sus principales aliados, Bachelet optó por tomar las decisiones que quiso sin consultar siquiera a sus ministros.

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Después del frenesí legislativo del gobierno de Bachelet y la coalición oficialista en el último mes de gestión, la izquierda chilena está experimentando una dolorosa y traumática resaca. Las polémicas por el frustrado intento de la Presidenta Bachelet por cerrar el penal de Punta Peuco y por el también frustrado nombramiento como notario del ex fiscal del caso Caval han manchado todavía más su legado. La forma en que ambas decisiones fueron tomadas a último minuto confirman la sospecha de que, cuando pudo ejercer discrecionalidad, la improvisación, el capricho y el dogmatismo influyeron en lo que Bachelet hizo como Presidenta de la República.

En su último mes en el gobierno, Bachelet pareció caer víctima de una sensación de urgencia por cumplir todas las promesas de campaña que no había podido o querido cumplir durante sus dos mandatos. Se dio todos los gustitos que no se había podido dar en La Moneda. Después de haber sido forzada a realizar cambios de gabinete, dejando caer a varios de sus principales aliados, Bachelet optó por tomar las decisiones que quiso sin consultar siquiera a sus ministros.

Es verdad que la Presidenta ya había dado señales de esa actitud de rebeldía durante el cuatrienio. Después del cambio de gabinete que la obligó a nombrar a los moderados Jorge Burgos en Interior y Rodrigo Valdés en Hacienda, Bachelet habló del realismo sin renuncia, queriendo decir que ella todavía albergaba los sueños fundacionales que habían llevado al fracaso de la gestión de su primer gabinete. Pero entonces, su rebeldía ante la dura realidad de un país que quería reformas moderadas y consensuadas sólo se había transformado en gestos aislados, como cuando su gobierno hizo caer el proyecto minero Dominga o cuando ella decidió nombrar a la polémica ex ministra Javiera Blanco al Consejo de Defensa del Estado.

En su primer gobierno, Bachelet una vez reconoció que le preguntaba a su ministro de Hacienda casi todos los meses por qué no se podía gastar más dinero. En este segundo período, todos los frenos que habían hecho que ella evitara convertir su ansías de rebeldía en reformas concretas parecieron desaparecer en el último mes. Para no ir más lejos, sorprendió a todo el mundo cuando presentó, de forma intempestiva y sin consultar con los partidos de su coalición, un proyecto de ley de nueva Constitución. No es que Bachelet hubiera enviado un proyecto de ley que buscaba allanar el camino para un proceso constituyente —ya fuera con elecciones para una asamblea constituyente u otorgando al Congreso el mandato para redactar una nueva constitución—; ella simplemente optó por enviar una nueva Constitución completa como propuesta ante el Congreso. Esa decisión de Bachelet fue tan sorpresiva, que sus propios aliados reconocieron desconocer el contenido de la propuesta. La Constitución de Bachelet quedará para la historia como uno de los momentos más inusuales de voluntarismo presidencial, considerando que rápidamente quedó en claro que esa propuesta sería archivada. Pero ella se dio el gustito.

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