Otra oportunidad perdida: la reforma tributaria en Colombia

Las crisis económicas son siempre una oportunidad para impulsar reformas estructurales. En la historia reciente de América Latina sus dos grandes crisis—los años 30 y la década perdida de los 80—han terminado con cambios profundos en sus sistemas de desarrollo y con importantes reformas económicas. Colombia, sin embargo, no ha seguido ese mismo patrón.

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Source: John Otis, NPR

Las crisis económicas son siempre una oportunidad para impulsar reformas estructurales. En la historia reciente de América Latina sus dos grandes crisis—los años 30 y la década perdida de los 80—han terminado con cambios profundos en sus sistemas de desarrollo y con importantes reformas económicas. La gran depresión permitió extender un modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI) y la crisis de los 80 facilitó la apertura de las economías latinoamericanas a sistemas basados en exportaciones de productos primarios.

Colombia, sin embargo, no ha seguido ese mismo patrón. Sus dos únicas crisis económicas en el siglo XX—la crisis del 29 y la crisis del 98-99—no fueron ni prolongadas ni profundas. En ambos casos, la economía solo se contrajo un año y sus efectos en otros indicadores macroeconómicos fueron más leves que los vividos por otros países de la región. Irónicamente, esta ausencia de crisis económicas profundas ha llevado a que las grandes reformas en el país se hayan implementado de manera gradual y sin cambios bruscos en el status quo. En particular, los colombianos no están acostumbrados a variaciones repentinas en sus patrones de consumo. Por generaciones se ha vivido en una inercia económica sobre lo que esperamos de la economía nacional y sobre lo que debemos aportar a ella.

De repente, la crisis económica asociada con el COVID-19 sacudió al país. De un año a otro, se empezaron a romper records de desempleo, desigualdad, brechas de género, pobreza, gasto público, deuda y decrecimiento económico. Este choque empezó a visibilizar problemas sociales profundos que se venían arrastrando por décadas pero que se habían transformado en parte de la cotidianidad dentro de esa inercia en la que se aprendió a vivir. La combinación de todos estos factores facilitó que se empezaran a generar consensos sobre la necesidad de respuestas rápidas y de cambios reales en el sistema. Un problema que siempre había estado ahí pero que ahora era más visible y profundo, empezó a ser mencionado con mayor frecuencia: la desigualdad de ingresos. Para corregirlo era esencial pensar en el papel redistribuidor del Estado a través de programas sociales que llegaran a más hogares pobres y con montos de transferencias más altos. Pero, para sortear este aumento inesperado en el gasto social, y, además, corregir el creciente debilitamiento en las finanzas públicas, el Estado necesitaba recursos. Y estos debían venir de las personas y sectores menos golpeados por la crisis. Era una oportunidad de oro para aumentar el recaudo de impuestos y corregir la enorme regresividad del sistema tributario.

Es por esto que en abril de este año el gobierno de Iván Duque se arriesgó a presentar una ambiciosa reforma tributaria tanto en recaudo como en objetivos, proyecto que terminó cayéndose antes de llegar al Congreso. Esa reforma, en algunos sentidos, apuntaba en la dirección correcta. Por ejemplo, gravaba, aunque no de la manera esperada, los ingresos de los más ricos por medio de impuestos a dividendos, pensiones y patrimonio. Sin embargo, concentraba una gran parte del nuevo recaudo en contribuyentes de clase media, no solo al ampliar la base de declarantes, sino también a través de impuestos a servicios públicos e incrementos del IVA.

La reforma tributaria recientemente presentada al congreso da un giro completo en este sentido. El recaudo esperado no es tan ambicioso como en la primera reforma y se concentra en resolver problemas de corto plazo con impuestos que parecen ser más temporales que permanentes. Esta segunda reforma es políticamente más viable, pues el nuevo recaudo no pone directamente a las personas que viven de su salario a tapar el hueco fiscal, ya que los impuestos de renta se mantienen igual. Por el contrario, todo el peso del proyecto recae sobre las personas jurídicas, quienes “generosamente” ya habían manifestado su intención de sacrificarse en esta coyuntura.

Aunque parece una reforma que se acomoda correctamente a las circunstancias, la verdadera situación es que esta es una oportunidad perdida para encaminarnos en una dirección que nos permita alcanzar cambios deseables a largo plazo: un sistema tributario más progresivo y eficiente. Adicionalmente, no manda los mensajes correctos en algunas direcciones. No es una reforma estructural, es una reforma temporal que deberá ser corregida o actualizada en los próximos años.

¿Por qué? Primero, porque aumenta la dependencia del sistema tributario al recaudo empresarial (la tarifa corporativa aumentaría al 35 por ciento). Sin embargo, las empresas ya venían pagando tarifas altas y las recomendaciones de expertos siempre apuntaban a reducir esta carga. Por ende, esta medida puede ser vista como un retroceso dentro de la progresividad. Al final, el incremento en los impuestos a empresas se trasladará al consumidor, independiente de su ingreso, manteniendo la regresividad del sistema.

Segundo, porque una reforma que apunte en la dirección correcta y que tenga una tendencia hacia una mayor progresividad, debe basar su recaudo en las personas naturales, no jurídicas. Y, dentro de las personas naturales, se debe enfocar en aquellas cuyos principales ingresos no son laborales, sino que se concentran principalmente en dividendos, ganancias ocasionales, y rentas no laborales de sus actividades empresariales. Si en la reforma que fracasó anteriormente estos ingresos se afectaban de manera marginal, en esta no se tocan. Adicionalmente, y para seguir contribuyendo a la regresividad del sistema, esta reforma no grava pensiones altas que son subsidiadas y benefician a personas de ingresos muy altos, ni se desmontan exenciones ya existentes a ingresos no laborales.

Tercero, porque la carga tributaria sigue recayendo sobre las mismas personas. Ni los muy ricos aportan lo que deberían, ni los que están en capacidad de contribuir una pequeña fracción de su ingreso van a comenzar a hacerlo. Aunque siempre es impopular y no debe ser una prioridad en medio de una crisis, es necesario empezar a discutir el aumento de la base de contribuyentes de impuesto a la renta. Y en esta discusión, es clave la buena comunicación. Por ejemplo, entender que declarar no implica pagar y que las tasas son proporcionales a su ingreso.

El recaudo por impuesto a la renta puede aumentar por dos vías diferentes: tasas más altas para los que ya pagan, o aumentar el número de personas que pagan con tasas diferenciadas. Para tener una base de recaudo más sólida y progresiva se requiere que los que más tienen paguen lo que les corresponde proporcional con su ingreso (i.e., tasas más altas para el uno por ciento de la población más rica), y que las personas que están en capacidad de contribuir comiencen a hacerlo de manera gradual y con bajas tasas (es decir, aumentar la base de contribuyentes).

Finalmente, este proyecto deberá ser corregido o actualizado porque no elimina las exenciones sectoriales de la reforma de 2019 (i.e., empresas de economía naranja, renta exenta de cero por ciento para el sector agroindustrial e inversiones en hoteles y parques), exenciones que en algunos casos son ambiguas e injustificadas y facilitan abrir huecos en la estructura tributaria que últimamente son aprovechados por empresas que están en capacidad de contribuir y que son difíciles de cerrar en el futuro.

En este nuevo proyecto de reforma tributaria, el gobierno también se la jugó por abandonar aumentos en el IVA. Este es un impuesto netamente regresivo, pero tiene la gran ventaja de que es difícil evadir su pago. En su propuesta anterior, el gobierno había sustentado el aumento en el IVA y la corrección de su regresividad a través de una devolución a los más pobres, extendiendo su alcance a un mayor número de hogares y el monto a transferir. Sin embargo, esta medida afectaba directamente a la clase media, quienes debían pagar más pero no recibían una devolución. Además, ponía el enorme reto de asegurarse de que todos los hogares que debían ser beneficiarios de la devolución la recibieran. En esta coyuntura tiene sentido que el gobierno hubiera eliminado el aumento de este impuesto.

No obstante, el proyecto tributario también manda malos mensajes en dos direcciones. Por un lado, mantiene los ‘días sin IVA’, una medida poco efectiva para cumplir objetivos de reactivación económica, progresividad y eficiencia en el recaudo. Esta propuesta no aumenta la actividad económica, sino que la concentra en unos pocos días y tiene efectos sobre demanda y empleo casi nulos. Beneficia principalmente a los hogares que tienen mayor capacidad de gasto y endeudamiento quienes posponen la compra de bienes –en su mayoría importaciones durables— que iban a comprar tarde o temprano. Los hogares de menores ingresos, que tienen inflexibilidad de gasto, no pueden aplazar o adelantar sus compras para aprovechar estos días. Finalmente, manda un mal mensaje de cultura tributaria. Es una medida difícil de gestionar, pues puede ser aprovechada para que los comercios suban los precios de manera transitoria y para que deje de recaudar impuestos que en este momento se necesitan con urgencia.

Por otro lado, la medida de normalización tributaria no solo sigue beneficiando a los más ricos, sino que tampoco contribuye a impulsar la cultura tributaria. Esta medida premia a las personas que han ocultado sus activos al Estado al tener la oportunidad de legalizarlos con descuentos y tarifas bajas. Además, la normalización tributaria tiene dos implicaciones importantes. Es un desincentivo a todas las personas que han venido reportando año tras años sus activos al Estado, y pagando los impuestos correspondientes. Y, adicionalmente, es una clara señal de que el Estado está dispuesto a dar más zanahoria y menos garrote a las personas que han escondido sus activos históricamente, y quienes son en su mayoría personas de ingresos muy altos.

Este proyecto cumple con la obligación de aumentar el recaudo en épocas de necesidades, necesario para mandar buenas señales al mercado para que calmen los vientos de incertidumbre e inestabilidad fiscal y, al mismo tiempo, lograr financiar el aumento sostenido del gasto social. Sin embargo, los mecanismos que propone para hacerlo son más de lo mismo, y sus propuestas parecen ser temporales. Se pierde una oportunidad de reorganizar el sistema tributario hacia uno que se enfoque más en las personas que en las empresas, en los ingresos no laborales más que en los laborales. No es una reforma estructural que apunta en la dirección de un sistema más progresivo a largo plazo, y no manda los mensajes correctos. Los colombianos, acostumbrados a más cambios graduales que estructurales en nuestra historia, estaremos inevitablemente discutiendo una nueva reforma tributaria en unos años.

María del Pilar López Uribe es Profesora de la Facultad de Economía Universidad de los Andes y Fellow de la London School of Economics.

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