En política, la forma es parte del fondo. Cuando un gobierno tropieza por errores no forzados de sus ministros y cuando sus logros —desempeño económico, creación de empleos y reformas que solucionan problemas— son opacados por las polémicas producidas por los dichos desafortunados de sus rostros más emblemáticos, por más que insista en que el vuelo avanza sin contratiempos, los pasajeros se empiezan a poner nerviosos porque creen que la tripulación no sabe hacer su trabajo y que eso pone en riesgo la feliz llegada al destino prometido.
No hay mejor indicador del éxito de un gobierno que el resultado de la próxima elección. Si la gente opta por mantener a la misma coalición en el poder, el gobierno logra proyectarse y guiar al país en la misma hoja de ruta. En cambio, cuando la gente castiga a los que están gobernando y vota para que la oposición tome el control, resulta difícil argumentar que el gobierno fue exitoso.
Es verdad que la democracia también supone alternancia. Un país donde siempre ganan los mismos alimenta sospechas sobre qué tan bien funciona. O bien porque las elecciones no son competitivas o porque la oposición es particularmente incapaz de representar las demandas de la gente, las democracias sin alternancia en el poder no son admirables. En Chile, después de 20 años de gobiernos de la Concertación, llevamos tres elecciones consecutivas en que la gente ha votado por alternancia en el poder. Aunque sus simpatizantes aleguen lo contrario —y apunten a los logros conseguidos en esos periodos— tanto el primer gobierno de Piñera como ambas administraciones de Bachelet terminaron con incuestionables derrotas electorales para sus coaliciones. La gente dijo “no va más”, y optó por elegir a la oposición del momento para que volviera al poder.
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