Política migratoria racional en un mundo xenófobo

Estados Unidos no es el único país de las Américas que endureció su política inmigratoria en las últimas semanas. Mediante un decreto, Macri hizo cambios para expulsar más fácilmente a los extranjeros que delinquen. ¿Cambios necesarios o xenofobia?

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No sólo Estados Unidos ha estado en el ojo de la tormenta en las últimas semanas respecto de los cambios en su política inmigratoria. El 21 de enero pasado, el gobierno del Presidente Mauricio Macri lanzó un decreto ejecutivo para facilitar la deportación de extranjeros con antecedentes penales. El documento apunta específicamente a la creciente participación de extranjeros en actos de violencia vinculados al tráfico de drogas. Mientras tanto, en Estados Unidos, el Presidente Donald Trump firmó el 27 de enero una controversial orden ejecutiva congelando el ingreso a EE.UU. de todos los refugiados y suspendiendo las visas a personas de siete países con mayorías musulmanas. Esta semana también se delineó un plan que podría generar deportaciones masivas.

La coincidencia temporal de las medidas llevó a que muchos a nivel local y en el exterior hagan paralelismos y se preguntaran si el decreto del gobierno argentino es parte de una espiral negativa de culpar a los migrantes por lo problemas del país, que ha sido constante en el discurso de Trump. De hecho, algunas organizaciones de protección de migrantes en Argentina han expresado su preocupación, y rechazan la vinculación entre la inmigración y el crimen. Temen que el decreto pueda generar ansiedad en la población extranjera residente en la Argentina y estimular más discriminación social y económica. También critican aspectos operativos del decreto, principalmente alegando que establece plazos administrativos demasiado cortos para las deportaciones. Por su parte, el 4 de febrero, el New York Times publicó un artículo titulado “Argentina’s Trump-Like Immigration Order Rattles South America” (Las políticas migratorias de Argentina al estilo Trump sacuden a Sudamérica).

Si Argentina estuviese fomentando una tendencia global de xenofobia sería preocupante, pero más que nada sorprendente. El país tiene uno de los regímenes migratorios más abiertos del mundo. La Constitución Nacional garantiza que los extranjeros disfruten de los mismos derechos civiles que los ciudadanos. La Ley de Migraciones aprobada en 2003 prioriza los derechos humanos de los migrantes por sobre otras consideraciones. En Argentina, los extranjeros pueden acceder a los mismos servicios de salud y educación que los ciudadanos. Los nacionales de los países del Mercosur obtienen residencia legal permanente de manera casi automática, y a los migrantes extra-regionales les resulta relativamente simple ser admitidos y permanecer en el país. Argentina no tiene políticas que limiten la posibilidad de inmigrar a personas con ciertas profesiones o niveles de educación, como sí tienen otros países que se consideran “modelos migratorios” (por ejemplo, Canadá).

Lo cierto es que para evitar caer en paralelismos simplistas hay que analizar a ambos decretos dentro de cada contexto político. El gobierno de Macri debía demostrar que estaba tomando acciones contra el crimen y el aumento del narcotráfico. Una de las justificaciones del Decreto es que 30% de los detenidos por delitos relacionados al tráfico de drogas por el Servicio Penitenciario Federal en Argentina son extranjeros (sin embargo, si se toman las cifras de todo el sistema penitenciario, ese número baja a 17,5 %). La incidencia de extranjeros en este tipo de delitos es alta si se considera que del total de la población carcelaria sólo el 6% son extranjeros. Mientras tanto, el decreto frenando la inmigración de refugiados y la eliminación de visas a siete países de mayoría musulmana que Trump impulsó, no tiene fundamentos en datos duros, ya que los nacionales de países afectados (que ya durante el gobierno de Barack Obama estaban sujetos a controles migratorios exhaustivos) no han participado en ataques terroristas contra el suelo norteamericano.

Además de sus diferencias sustanciales (uno define procedimientos de expulsión y deportación sobre la base del comportamiento de los extranjeros, mientras que el otro prohíbe a todos los refugiados y a personas de países específicos) hay varios factores que distinguen a la medida argentina.

En primer lugar, el gobierno presentó el decreto como una modificación a la política migratoria existente, que afirma apoyar. El texto explica que pretende cumplir con la ley internacional humanitaria, particularmente los fallos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Segundo, el decreto argentino se nutrió de diferentes actores dentro del gobierno, incluyendo el Ministerio del Justicia y Seguridad, la Secretaría de Derechos Humanos, la Dirección de Migraciones y la Cancillería. A su vez, contó con el apoyo de algunas fuerzas de la oposición, como el grupo liderado por Sergio Massa. Por lo menos los funcionarios de alto nivel no hicieron declaraciones contradictorias sobre la medida horas después de su publicación. Quizás uno de los aspectos más criticables apunta al modo de implementación. Posiblemente la medida hubiera despertado menos polémica si se tratase de una modificación aprobada por el Congreso Nacional, en lugar de un Decreto de Necesidad y Urgencia.

Por el contrario, el decreto de EE.UU. se anunció duramente, con numerosas contradicciones entre los funcionarios llevando al caos inmediato, incluso con residentes legales siendo detenidos en los aeropuertos. El decreto de EE.UU. fue diseñado claramente para producir miedo y ampliar la polarización política, siendo el primer paso de una guerra cultural concebida por el principal asesor de Trump, Steve Bannon. Esta es una guerra que casi nadie en Argentina está dispuesto a pelear.

Teniendo en cuenta los tiempos que corren, resulta posible que las diferencias entre ambos casos se pierdan de vista. Este sería un mal resultado, especialmente para la reputación internacional de la Argentina y las relaciones con sus vecinos. Los políticos argentinos deberían esforzarse para que lo que debiera ser una política racional para enfrentar problemas específicos relacionados al narcotráfico y al crimen organizado no se convierta en la última muestra de la creciente xenofobia en el mundo.

Sybil Rhodes es Vicepresidente de CADAL y Directora de la Maestría en Estudios Internacionales de la UCEMA.

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