Preguntas de una hija de la posguerra en Nicaragua

Como hija de la posguerra, nacida en la década de los 90, nunca pensé ser testigo de una dictadura brutal como de la que me hablaban mis padres y abuelos. Pero ante esa repetición terrorífica de la historia de la dictadura, surgen muchas preguntas. Aquí planteo algunas.

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“A mí también me cuesta respirar ahora, igual que a Álvaro Conrado. Ayer mataron a uno de los nuestros, lo encontraron en la cuesta el plomo, era de la brigada médica de aquí, de la UNAN”.

Scarlette, mi amiga, vía telefónica.


Keller Pérez, cuyo cuerpo fue tirado ayer por la policía en la cuesta el plomo, un cerro en las afueras de Managua, tras haberlo torturado y asesinado, era un estudiante de medicina de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN). Ver la foto de su cuerpo me recordó una foto de Susan Meiselas tomada hace aproximadamente 40 años en el mismo sitio; la imagen refleja un cuerpo en descomposición donde solo aparece la columna vertebral  y un short.

Como hija de la posguerra, nacida en la década de los 90, nunca pensé ser testigo de una dictadura brutal como de la que me hablaban mis padres y abuelos. Pero a mí también me cuesta respirar ahora, igual que a Álvaro Conrado, la víctima mas joven de las protestas en mi país. Respiro lucha y muerte. He estado en las calles y también en los procesos de organización estudiantil y me duele pensar que tengo el privilegio de participar en las estrategias, de pensar, de escribir, mientras otros y otras son asesinados en las calles y universidades.

Ante esa repetición terrorífica de la historia de la dictadura, surgen muchas preguntas. Aquí planteo algunas.


Soy hija de la posguerra en Nicaragua, de la generación “millenial”, esa que ha sido nombrada por los hijos de la Revolución Popular Sandinista como apática, apolítica, como generación “activista de redes sociales”, que no sale a la calle, que no sabe luchar.

Desde hace poco más de un mes mi generación ha mostrado lo contrario. Salimos a apoderarnos de las calles para luchar contra la dictadura sin más estandarte que nuestras banderas, casi sin conocimientos sobre cómo organizar un movimiento estudiantil universitario, mucho menos una lucha política, sin saber cómo defendernos de asesinos pagados por el gobierno. Todo eso lo hemos tenido que aprender en poco más de un mes. Ha sido abrumador y extenuante, nunca seremos los mismos de antes.

Esa falta de conocimiento y las pocas experiencias en materia de organización política de mi generación se relaciona al hecho de crecer en el contexto de la posguerra. Desde niños escuchamos los relatos de una Revolución perdida que se llevó consigo la vida de muchos jóvenes y después de la cual muchos otros perdieron la esperanza de una nueva Nicaragua.

Dependiendo de la afiliación política de la familia—a veces basada en militancias históricas y otras como resultado de la aversión al bando contrario que se había cobrado la vida de algún familiar o amigo—las versiones sobre la historia de la Revolución variaban de tonos y matices, pero siempre derivaban en un consenso: la Revolución Popular Sandinista había sido el último proyecto de nación de Nicaragua, una oportunidad única para lograr la Utopía.

La mayoría de cuestiones que conozco sobre la Revolución Popular Sandinista las aprendí en las aulas universitarias, en las calles y en organizaciones sociales o en espacios de formación autogestionados donde participé como activista. Recuerdo que en la escuela y el colegio público en que estudié había muy pocos libros y solamente un texto de historia al cual tuve acceso gracias a una docente. En casa la situación era similar: un silencio inquebrantable en torno a la Revolución y la guerra posterior, en torno a los muertos y los que migraron para huir del desastre. No valía la pena hablar de “eso” porque significaba tocar una herida abierta, porque ya había pasado, porque esta era otra Nicaragua, porque mis padres no querían ni creían que yo viviría esto.

Cuando Daniel Ortega ganó las elecciones presidenciales en 2006, yo estaba en el último grado de la escuela primaria. Cuando se reeligió por primera vez en 2011 yo cursaba el último año de secundaria. En ese entonces no comprendía de conceptos políticos básicos y tampoco sabía que se estaba gestando una dictadura. Hoy, cuando me encuentro a las puertas de graduarme de la universidad—y habiendo vivido la resistencia cívica por más de un mes—encuentro más necesarias que nunca las reflexiones en torno a nuestras historias, las micro- historias de la Nicaragua de nuestros padres y madres que no conocemos, y las que cada joven que se ha tomado las calles o las universidades desde el 18 de abril ahora lleva marcadas en la piel.

Nuestras pieles son muy diversas, por eso la especie de “primavera tropical” que experimentamos nos ha sorprendido a nosotros mismos. Entre nosotros hay quienes son hijos y nietos de sandinistas que lucharon por la Nicaragua libre del 79 y que no están de acuerdo con la represión actual. Los hay de “orteguistas” que descalifican y minimizan nuestra resistencia; hijos de quienes vivieron los 70s y 80s sin tomar partido explícito por alguna versión de la historia. También vemos hijos que llevamos la guerra “de los dos lados” como yo, de padre salvadoreño y madre nicaragüense.

Somos autoconvocados y en esta resistencia cada quien aporta desde sus saberes. Algunos hemos sido activistas en distintos espacios y ya estábamos acostumbrados a la presencia intimidante de antimotines en las marchas pacíficas. Otros han salido a apropiarse de calles y universidades por primera vez. Algunos hemos tenido más oportunidades de dialogar sobre la historia y la política de Nicaragua, porque hemos estudiado humanidades o ciencias sociales; pero somos minoría frente a los médicos, ingenieros, informáticos, administradores, técnicos y otros chavalos y chavalas de los barrios que quizá no han estudiado en la universidad pero que también resisten y aportan desde sus conocimientos para curar, construir, escribir, bailar, jugar, pero sobre todo solidarizarnos.

En medio de la demanda general de justicia y democratización ante la dictadura, hay demandas por la inclusión de parte de los jóvenes miembros de la comunidad LGBTI, de afrodescendientes, feministas, minorías religiosas, ateos y otros grupos que forman parte de la Nicaragua invisibilizada por la historia oficial. Lo interesante de esto es que en Nicaragua, un país bastante conservador, atreverse a reclamar inclusión ha significado para quienes pertenecen a estos grupos una condena a ser silenciado. Pero la realidad es que en las calles y universidades ahora se demanda una nación distinta e incluyente.

Todos los jóvenes que participamos aprendimos distintas y quizá hasta contradictorias versiones de “la Historia” de la Revolución; versiones que probablemente no tuvimos tiempo de compartir o cuestionar antes de esta explosión social que inició el 18 de abril para Managua. No obstante, para los jóvenes y demás ciudadanos de otras zonas de Nicaragua la explosión ha sido silenciosa y silenciada por nosotros los del Pacífico, pues en sitios como la Costa Caribe y la “zona canalera”—territorios del centro sur y Caribe de Nicaragua cedidos ilegalmente para la construcción de un Canal interoceánico—las expresiones de represión gubernamental sobrepasaban con creces a las experimentadas en Managua y ciudades aledañas antes de la masacre iniciada en abril. Cuesta aceptar que ese silenciamiento tiene raíces en la exclusión que viven estos territorios porque todavía gran parte de los pobladores del Pacífico creemos que Managua y ciudades aledañas constituyen toda Nicaragua.

Ahora, luego de más de un mes de “revolución cívica” yo, y quizá casi toda mi generación que está resistiendo ante la dictadura, tenemos más preguntas que certezas: ¿Hasta cuándo vamos a resistir?/ ¿Cómo se logra conectar la realidad de la resistencia universitaria con las resistencias de los barrios, del movimiento campesino, de las otras Nicaraguas históricamente excluidas?/ ¿Cómo se hace una revolución cívica sin armas- o en la que se usan armas artesanales solo en defensa propia- cuando la historia nacional nos ha enseñado que el poder se obtiene con sangre?/

Esas y otras preguntas rondan mi mente casi en todo momento, y son el tema de conversación entre jóvenes amigos, conocidos y hasta desconocidos en las redes sociales o algunos “espacios seguros” cada día. Las respuestas vendrán, algunas urgen por la coyuntura, otras son más procesuales.

Pero todas esas preguntas me hacen volver a la necesidad de romper con la cultura del silencio, la necesidad de dialogar sobre las diversas micro- historias de la Revolución Popular Sandinista. De esa forma podríamos evitar que se nos imponga nuevamente la historia única de los vencedores, podríamos evitarnos la próxima dictadura en 40 años o menos.

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