Racismo y exclusión congelados en el tiempo

Si bien mucho ha cambiado en Guatemala del siglo XX a esta parte, hay algo que parece quedar siempre igual: el rol de los indígenas en la sociedad. Pero en un país donde casi la mitad de la población es indígena, ¿qué explica la persistente exclusión social de estos grupos?

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Disfruto ver fotografías antiguas de Guatemala. A veces encuentro imágenes muy interesantes de comienzos del siglo XX, y me gusta detenerme a observarlas. Me gusta ver los cambios en las vestimentas, en los vehículos, en la arquitectura, y en los paisajes. Pero hay algo en estas imágenes que parece congelarse en el tiempo: las personas indígenas. Se les ve al margen de los acontecimientos, sumidos en la pobreza y realizando trabajos considerados inferiores. En esas fotografías antiguas, todo parece cosa del pasado, menos las imágenes de los indígenas. Y es que, tristemente, las condiciones de discriminación, racismo y exclusión siguen tan vigentes hoy en Guatemala como hace cien años.

Los mapas de pobreza en el país históricamente han coincidido con las áreas de población predominantemente indígena. Esto es consecuencia de un Estado que desde su formación excluyó a la población indígena y ha resultado en una negación y violación de sus derechos por la falta de servicios de salud, educación, trabajo digno y oportunidades. Desde la época de la colonia los indígenas fueron vistos como mano de obra barata para poder mantener un modelo de producción que ha beneficiado a una minoría que, en buena parte, se mantiene hasta nuestros días. De esta explotación se ha derivado la dominación (como ya lo ha planteado Aníbal Quijano, un reconocido especialista en colonialidad) que de igual forma prevalece.

Según los últimos datos oficiales disponibles del Instituto Nacional de Estadística de Guatemala (INE), Guatemala cuenta con 40 por ciento de población indígena y un 60 por ciento no indígena. Un 51.5 por ciento de la población vive en el área rural, mientras que un 48.5 por ciento reside en las ciudades. Sin embargo, un 70 por ciento de la población indígena, es rural. Los pueblos indígenas se dedican principalmente a la agricultura (58.4 por ciento en hombres y 27.1 por ciento en mujeres) con una participación mucho menor en otras actividades como la industria, los servicios y el comercio.

Guatemala, además de ser un país con mucha pobreza, es sobretodo uno de los países más desiguales de América Latina –que ya de por sí es la región más desigual del mundo. A contramano de lo que ha ocurrido en la mayoría de los países latinoamericanos en los últimos años, la pobreza ha ido en ascenso en Guatemala. Del 2000 al 2014, la pobreza aumentó del 56.2 al 59.3 por ciento, y la pobreza extrema del 15.7 al 23.4 por ciento. Al desagregar estos datos por grupos étnicos, nos damos cuenta de que los datos son más alarmantes para la población indígena (y peor aún para las mujeres indígenas). Por ejemplo, la pobreza extrema se padece hasta cuatro veces más entre la población indígena y rural que en la población no indígena y urbana. De hecho, durante este período, el departamento más pobre del país, Alta Verapaz—de población mayoritariamente indígena—duplicó su porcentaje de pobreza. No es casualidad, pues, que la mayoría de los integrantes de los pueblos indígenas sean quienes se encuentran en los estratos socioeconómicos más bajos del país.

No falta quienes creen que existe una relación causal entre ser indígena y ser pobre, y plantean estereotipos que llevan a pensar que los indígenas son haraganes y los únicos responsables de reproducir su condición de pobreza. La realidad es que los indígenas sufren desproporcionadamente a partir de estructuras políticas, económicas y sociales que están diseñadas para excluirlos. De hecho, el último informe de cumplimiento de los objetivos del milenio en Guatemala del 2016 confirma que el Estado guatemalteco ha fallado en varios de sus compromisos, afectando principalmente a la población que vive en el área rural, los indígenas y las mujeres.

Por ejemplo, los integrantes de los pueblos indígenas reciben salarios mucho más bajos que los no indígenas y esto empeora para las mujeres indígenas. Por cada quetzal que ganan personas no indígenas, los indígenas reciben solamente 39 centavos.

La tasa promedio de alfabetismo en Guatemala es de 74.8 por ciento. Pero de la población indígena, sólo un 59.6 por ciento sabe leer y escribir, mientras que el alfabetismo aumenta a 83.4 por ciento en la población no indígena. Los años de escolaridad también son menos entre los indígenas y en las mujeres. Un hombre ladino (no indígena), en promedio tiene 6.1 años de escolaridad y una mujer ladina 5.7 años, mientras que un hombre indígena tiene 3.1 años de escolaridad y una mujer indígena tan solo 2.5 años.

La población indígena es la más afectada en cuanto a necesidades básicas insatisfechas. Problemáticas como la falta de vivienda, acceso al agua, servicios de saneamiento y el hacinamiento son omnipresentes, según indican académicos como Pamela Escobar . Otras problemáticas como la desnutrición crónica y la mortalidad materno infantil afectan casi el doble a la población indígena en comparación con la no indígena.

Todos estos datos que muestran la realidad desfavorable en la que vive la población indígena (y más aún para las mujeres indígenas), son el resultado de un Estado y una sociedad racista, discriminadora, clasista, excluyente y patriarcal. Los pueblos indígenas, a pesar de ser casi la mitad de la población, no han sido parte de la construcción del Estado guatemalteco. Al contrario, han sido marginados y además obligados a entrar en lógicas que les eran totalmente ajenas. Se ha despreciado su cultura, su conocimiento ancestral, y su forma de ver el mundo.

Esta lógica racista y excluyente que persiste en el Estado guatemalteco, ha sido clave para construir y mantener un modelo de organización y producción que beneficia a una minoría. Solo a raíz de los Acuerdos de Paz, firmados en 1996 (luego de una guerra interna que duró 36 años), se comenzó a tener algunas iniciativas para la incorporación de elementos como la pertinencia cultural y la interculturalidad. Sin embargo, este tipo de acciones se quedan muchas veces en un nivel folklórico. Solemos ver indígenas para las fotos y participando en instituciones públicas pero no pasan de oficinas para la promoción del turismo o la cultura. Desde las elecciones generales de 1985 hasta las del 2011, el porcentaje de diputados indígenas en el Congreso de la República no sobrepasó el 12 por ciento y esto no cambió en las últimas elecciones de 2015. En las elecciones de 2011, sólo el 33 por ciento de los alcaldes municipales fueron indígenas. Por lo tanto, no hay una inclusión en los puestos donde se toman decisiones importantes vinculadas a las estructuras económicas y políticas.

En realidad, el término inclusión me parece problemático porque corremos el riesgo de mantener las mismas estructuras de naturaleza racista y excluyente desde las que se ha construido el Estado guatemalteco y sentirnos bien con hacer ciertas concesiones de abrir espacios para estos “otros” (subordinados).

Pero si queremos un país donde todas las personas y grupos étnicos valgan igual, tengan la misma dignidad, oportunidades y poder de decisión, es necesario pensar en nuevos sistemas de educación, salud, justicia, y políticos desde una perspectiva plural, que valoren y fortalezcan prácticas indígenas. Es por esto que varios grupos indígenas están apuntando a una completa refundación del Estado.

Zaira Lainez Carrasco es guatemalteca. Cursó la licenciatura en Ciencia Política y Relaciones Internacionales en la Universidad Rafael Landívar (URL) y actualmente estudia la Maestría en Estudios Políticos y Sociales en la UNAM. Trabajó en investigación en ASIES y la URL. 

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